Dos café. Uno doble filtro, el otro acompañado con leche, ese que viene con una jarrita blanca hermosa, tamaño individual, de esas que queremos cada uno para su sobrecargada colección de innecesarios artículos de cocina.
Comienza el sin parar de temas que nos caracterizan, puesta al día, comentarios jocosos de algún amigo mío y alguna historia divertida de los tuyos.
Nos rodea el pasado, con sus imborrables anécdotas que constantemente revivimos a gusto.
La gastada punta de mi zapato toca esperadamente tu tobillo, lo acaricia. Siento tus inquietos talones acomodándose sobre mis dedos gordos primero, hasta que aterrizan ambos en mis pies. Se sienten cómodos, se sienten cerca, más cerca de esta forma, un poquito más que estando aun sentados en la misma mesa.
Siguen las vivas risas, las miradas exactas, directas, penetrantes. Nada nos mueve hoy, sentimos el segundero del reloj aminorar el paso, cómplice de nuestro rutinario encuentro, hoy permitiéndonos que nadie de los que nos rodea logre distraernos. Si, ya lo sé, es un café más en una esquina de Montevideo, pero para nosotros se ha tornado en un necesario refugio a viva luz.
Vuela el tiempo y a lo lejos se siente la voz del mozo: «se tomaron una horita extra hoy, eh?!».
Cómo se olvida uno que es mortal!