Allá por los noventa, cuando era la hora de ir a dormir, aparecía en la TV todas las noches y a la misma hora, el hiposaurio bostezón. Tenía una canción pegadiza y era una linda animación hecha vaya uno a saber dónde. También quería decir que llegaba la hora de ponerse la odiada polera que mi mamá me hacía vestir cada noche para dormir abrigado. Tenía un cierre muy, muy largo en la parte posterior del cuello que, si no estabas prevenido, te arrancaba una indescriptible cantidad de cabello. Y dolía. Mucho!
Con el tiempo fui entendiendo que mamá solo quería protegerme, del frío de la noche, de las salidas tarde, de que si me vendían una cerveza abierta iba a tener droga, vaya si quería protegerme. Y era eso, un cargamento de buenas intenciones que siempre resultaban pesadas para mí, nunca suficientes para ella.
Pasaron ya más de veinte años y sé que aun sigue protegiéndome. Ya no de los autos ni de la noche en la oscuridad, quizás sea un poco más profunda su preocupación y esté cuestionando mi alma, mis acciones dirigidas por el corazón, definitivamente no por mi razón. Recuerdo vívidamente la noche en que le mencioné cuan interesante sería ir a un psicólogo allá por mi temprana adolescencia, y ella dejó abruptamente de fregar, giró desde la pileta y con un tono preocupante me cuestionó: «qué te pasa, qué sentís, te pasa algo?». No volví a mencionarlo nunca más. Y si me hubiese escuchado el cuco psicólogo, andaríamos los dos hoy en día con los mismos cuestionamientos? No hay culpas, solo pasares. Y ese tiempo ya pasó.
Los otros días en una de mis visitas a casa de mis padres, sentados mano a mano con mamá, volvió a surgir el tema de mi falta de suerte al no encontrar una persona con quién compartir la vida. Probablemente para ella mi dificultad radica en mi poco acertada selección de personajes que han desfilado por su casa y la mía propia, y eso haga ver a mamá con otros ojos las cosas. No lo sé.
Pasa lo siguiente, no solamente me es imposible saber si a quien yo elija me va a acompañar un día o un trillón y medio, sino que además pueden pasar, y pasaron diecinueve meses en los que parecía que me casaba, tenía perros e hijos en mi relación más estable hasta la fecha, hasta que en un inadvertido despertar, estalló una bomba y la persona que amaba se convirtió en un total desconocido. Como ocurrió? No me di cuenta antes. En que fallé o fallamos? Nunca lo sabré. Tampoco creo que mucha gente pueda sentarse a explicármelo, solo sé que a medida que pasa el tiempo, siento que a través de las experiencias vividas, uno va ensillando su caballo. Afilando sus herramientas de a poco, para una vez sanadas las heridas, entusiasmado salir al ruedo a competir nuevamente en la más hermosa batalla que nos toque pelear.
Siento que, por culpa de y gracias a dichas batallas, mi alma se ha ido endureciendo un poco más cada día. A pesar de las caídas y cruzadas no conquistadas, sigo siendo ese mismo muchacho que llegado el otoño, miraba los arboles y se maravillaba del color de las hojas, de la forma de sus ramas. Por dentro, todo eso a mí, me hacía feliz. Hoy, soy feliz. Y pienso seguir siéndolo.
De todas maneras, y aunque nunca lo entiendas: «Gracias mamá!». Yo sí te entiendo y aunque no me creas, cargo a donde vaya con mi pesado armamento de defensa, solo que de la forma que me he ido armando, que funcione o no, va a depender siempre de mi intencionalidad en las batallas que me queden por atravesar.
Eso sí, voy a optar por disfrutar de mis guerras, más allá de cualquier plan estratégico. Siempre.
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